Skip to content Skip to main navigation Skip to footer

El Pueblo: Fiestas Religiosas

Alguien dijo que un pueblo que reniega u olvida su pasado es un pueblo sin presente ni futuro, porque, según quien escribe, el pasado no anula el presente; antes bien, lo enriquece, aviva y potencia.

Ahora, cuando muchos jóvenes han descubierto eso de volver a sus «raíces», sería bueno y conveniente rescatar aquellos usos y tradiciones que fueron arrumbadas por ignorancia y poco modernas, porque las viejas costumbres no están ni pueden estar enfrentadas al ineludible progreso; y para que el recuerdo de esos viejos usos no caiga en el olvido voy a intentar, en las próximas páginas, dejar constancia en letra impresa de aquellos que quien escribe, en sus años mozos, vivió, y de otros que sin haberlos gozado conoció de oídas en boca de algún abuelillo del lugar.

San Antón.

En mi niñez, yo aún alcancé a ver y participar en la fiesta de los burros (San Antonio, o San Antonio Abad) el 17 de enero.

Al finalizar la misa y procesión, el cura invitaba a los mayordomos a un vaso de vino de su viña (viña ubicada en El Viñazo y propiedad de la Iglesia, hoy es de propiedad particular, explotada de pradera), y a continuación, acompañado de sacristán y monaguillos, transportando un cohanillo de mimbre, iban de puerta en puerta solicitando una oreja del cerdo recientemente sacrificado, apéndices con los que iban llenando el cesto. Repleto de tales trofeos se subastaba en la plaza del pueblo. Mientras, hombres y mozos, caballeros en burros, mulas y caballos, enjaezados con borlas, lazos y escarapelas de diversos colores, amén de «zumbas», cencerros y esquilas, recibían la «bendición de los animales», haciéndose a continuación por las calles del pueblo «La vuelta a San Antón», y terminando en alocada y estrepitosa carrera, entre ensordecedora algarabía de relinchos y rebuznos. Por la tarde: bailes con gaitilla y tamboril, haciendo una pausa para «correr el gallo».

El Gallo.

En la plaza se colgaba una maroma desde el Ayuntamiento a la casa del tío «Tacones» y a una altura suficiente para que burro o caballo, con su respectivo jinete, pudiesen pasar bajo ella. En la mitad de la soga se ataba por las patas un hermoso gallo. El juego consistía, jugándose el tipo en alocada carrera, decapitar de un manotazo al gallo. Tarea no tan fácil, cuando en el extremo de la soga había un concejal que la subía o bajaba a voluntad. Y como D. Quijote en los molinos, más de un mozo rodó con su caballería por los suelos sin cabeza de gallo, pero sí con la suya descalabrada.

San Sebastián.

La víspera de la fiesta (20 de enero), «mozos y casados» procedían a llenar de pez, tejas y tiestos, incendiándolas con la ayuda de teas de pino y recorriendo con estas luminarias las calles del pueblo. Cada hombre se armaba de escopetas, pistolas y trabucos y, subidos al tejado de su casa, pasaban toda la noche a «arcabuzazo limpio»; se conocía este tiroteo como «Las Salvas». Al día siguiente se paseaba al santo en procesión por las calles del pueblo. De las andas pendían diversas cintas multicolores asidas por los acompañantes, que entonaban canciones «guerreras» referentes al Santo, acompañados de estrepitosa trabucada de tiros y petardos.

Canciones de San Sebastián.

San Sebastián bendito,
fuerte y guerrero,
que ganó la batalla
por andar de noche
el veinte de Enero.
San Sebastián bendito,
centurión romano,
que murió por Cristo
atado a un madero
de pies y manos.
San Sebastián bendito,
fuerte guerrero,
ayúdanos con tu espada
a derrotar moros
y vencer agarenos.
San Sebastián bendito,
fuerte guerrero,
las flechas de tu cuerpo
sean para nosotros
agua de venero madero.

La Cuaresma.

Nada caracterizaba estas fiestas religiosas del resto de España, si no fuere por cierta costumbre que se celebraba en Gavilanes el «miércoles de ceniza». Ese día, chicos y mozos nos dedicábamos a recorrer patios, corrales y tejados para capturar perros y gatos, a los que atábamos calabazas, botes vacíos y latas a los rabos. Los animales, asustados, corrían despavoridos como alma que lleva el diablo por las calles del pueblo. Yo aún tengo en la cabeza un «recuerdo» en forma de cicatriz que me produjo el «sartenazo» de tía Nieves cuando procedía a furtivearle uno de sus gatos.

Otra costumbre era «El ofrecimiento de las Ánimas». Consistía en ofrecer cada vecino, y según sus posibilidades, cierta cantidad en metálico al señor cura para costear durante todo el año, avemarías y padrenuestros en sufragio de los difuntos del pueblo.

El Encuentro.

Así como el resto de costumbres, hasta ahora narradas, están arraigadas, con ligeras variantes, por todo el valle, ésta del «encuentro» sólo se celebra en nuestro pueblo. Una tradición bellísima que, afortunadamente, aún hoy se realiza.

En el domingo de Pascua Florida, al término de la misa de resurrección, se celebra la procesión del «Encuentro».

Durante toda la cuaresma, la imagen de María Madre ha permanecido en la iglesia, revestida de crespones y velos negros desde la cabeza a los pies, dejando sólo al descubierto de tales lutos negros apenas la cara.

Bajo el alegre repique de campanas comienza la procesión. Las mujeres y mozas han cargado la imagen de María sobre las andas y salen por la puerta de poniente de la iglesia; a su vez, los hombres hacen lo mismo con la imagen de Jesús resucitado por la puerta principal. Los dos grupos se separan allí mismo; las mujeres recorren el pueblo con la enlutada imagen por la parte norte, mientras los hombres lo hacen por el sur.

El encuentro de ambas procesiones se realiza a la misma hora en la plaza del pueblo. Enfrentadas las dos imágenes, las mozas cantan una bellísima copla, cargada de arcaísmos, a María Madre, durante la cual van quitándole los velos, crespones y demás adimentos del luto, y así, finalizado el cántico y la salve, resplandeciente con sus nuevas, policromas y alegres vestiduras, las dos imágenes, Cristo y María, regresan por la calle principal a la iglesia.

Canciones de «El Encuentro».

¡Oh María Milagrosa,
del cielo encanto divino,
a tus plantas nos postramos
para ofrecerte el cariño!
Ahora daremos las gracias
al señor Cura el primero,
Alcaldes y Regidores,
que gobiernan este pueblo.
¡Ay, qué mañana de Pascua!
¡Ay, qué mañana de flores!
¡Ay, qué mañana de Pascua,
nos ha amanecido, señores!
Mil gracias te doy, María,
agradecida de Ti,
la salud me has conservado
en este día tan feliz.
¡Ay, qué mañana de Pascua,
Pascua de Resurrección!
¡Todas las aves del campo
saludaban al Señor!
También te pido, María,
con alegría y anhelo,
que conserves la salud
a todo este pueblo entero.
Quiten ustedes el manto
a la Señora María,
y también a las doncellas
que vienen en compañía.
Del Encuentro de Jesús,
María, nos retiramos.
Consérvanos la salud
para volver otro año.
Quiten ustedes el manto,
no sean ustedes pesados,
que la Virgen soberana
con su Hijo se ha encontrado.

Corpus Christi.

Se celebraba el Corpus Christi el jueves siguiente a la octava de Pentecostés.

«Tres jueves hay en el año,
que relucen más que el Sol,
Corpus Christi, Jueves Santo
y el día de la Ascensión».

Era costumbre que en la víspera todas la mozas del pueblo se lanzasen al campo para recolectar flores del tomillo –«flores del Señor»– y cantueso y con ellas se alfombraba el suelo de la iglesia. Otra costumbre, ésta aún subsiste, es la de colgar sábanas, mantos y colchas de balcones y balconadas por donde transcurrirá la procesión. De trecho en trecho, y aprovechando cualquier plazoleta o recoveco, se instalaban altares rematados por una Cruz fabricada a base de rosas y otras flores. Ese día en Gavilanes, hasta las cuadras olían, nunca mejor dicho, a azucenas y rosas.

Otra costumbre, abandonada a finales del siglo pasado, era que durante el trayecto de la procesión los mayordomos de la Cofradía iban danzando al son del tamboril, y finalizada ésta se convidaba al señor Cura y vecinos en la plaza del pueblo, con el consabido ruido de cohetería.

San Juan.

En las vísperas del 24 de junio, día de San Juan Bautista, la juventud se lanzaba al campo a recoger ramos de trébol:

«A coger el trébole,
el trébole, el trébole,
a coger el trébole,
la noche de San Juan»

ramos de trébol que depositaban en el balcón de moza o novia enamorada: «La enramada».

También en este día se traían retamas, jaras y piornos con los que hacer la «hoguera de San Juan»; una vez encendida, era de valientes saltar la luminaria, cuanto más alta fuere la «flama» mejor, y aquel mozo que renquease se le cantaba aquello de:

«El que no salta la luminaria,
piojos, sabañones y sarna»

Ni que decir tiene que a la mañana siguiente el barbero tenía cola para arreglar pelos y aun cejas chamuscadas.

San Pedro.

Fiesta esta que fue una de las más importantes en tiempos pasados y que hoy sólo recuerdan alguno de los más viejos del lugar. Se celebraba el 29 de junio y era una fiesta sólo para casados y mozos viejos. Estos, a la salida de misa, convidaban con carne y limonada a los vecinos. Se trasladaban después al sitio llamado «Dezmaero», donde se cobraban los «dezmos» o diezmos por cada cabeza de ganado que hubiesen. Allí mismo se celebraba otra curiosa costumbre, y era que, reunidos amos y criados, procedían al «ajuste», esto es: formalizar con un apretón de manos, y de palabra, el servicio de uno y otro por todo un año, de San Pedro a San Pedro. A los pastores y vaqueros se les asignaba la llamada «Misión», que consistía en la entrega de cierta cantidad de «comestibles». Estos eran: Aceite, sal, pimentón, vino y cereales.

Santa Ana.

!Ahora sí que hemos llegado a la mayor fiesta que se celebraba y se celebra en Gavilanes!: «La Función».

La Iglesia celebra el día de Santa Ana, abuela de Jesús, el 26 de julio. Este día en tiempos pasados se le conocía en Gavilanes por Santa Anita; era fiesta menor y exclusivamente religiosa, con sólo bailes por la tarde. La explicación es que al coincidir la fecha con las perentorias faenas del campo (recogida de frutales, siega de prados y cereales) se trasladaba su celebración al uno, dos y tres de septiembre, una vez recogidos los frutos del campo y ya sin temor a lluvias o tormentas que dieran al traste con el esfuerzo y trabajo de todo el año. Esta fiesta era Santa Ana, mejor conocida por propios y extraños como «La Función». Era la fiesta por excelencia del pueblo. Era la fiesta que chicos y grandes esperaban todo el año.

Trillado y recogido el grano, segado y metido en los pajares el heno, esquilados burros y ovejas, recolectados casi todos los frutos y legumbres en el campo, se imponía el merecido descanso y el alegre jolgorio de tres días de bailes, rondas, toros y capeas.

En los días anteriores el pueblo ya se iba llenando de caras nuevas; regresaban las mozas que «servían en Madrid»; llegaban todos aquellos que por su trabajo estaban fuera del pueblo; vaqueros, pastores y labriegos dejaban sierra y campos para integrarse al jolgorio que ya se adivinaba en los días más cortos, pero tambien más frescos, dejado atrás el agobiante y sofocante calor del verano.

En las vísperas, mozos y mozas, ellas con su vestidito nuevo de organdí, ellos con camisa blanca impoluta y pantalón de pana recién estrenado, se reunían en la plaza a esperar al «tío Corato», y allí eran gritos de alegría cuando las primeras notas, vibrantes y jacarandosas de una jota, se oían bajando desde el Risco. ¡Ya viene el tío Corato! ¡Ya llega la gaitilla y el tamboril! Aquella noche y circunvalados por puestos y mesas de tostones, almendras garrapiñadas, sombreros multicolores de papel, bollos de la tía Pepa, rosquillas, dulces, leche helada, puestos de sandías y melones, casetas de tiro, churros y rosquillas, se bailaba hasta la madrugada. ¡Habían comenzado las fiestas! ¡Por fin había llegado la Función!

Al alba de la mañana del día uno, el tío Corato, con el tambor, gaitilla y tamboril, al que generalmente se les unía la Ronda, recorrían calles y callejuelas entonando dulces y melosos «pasacalles», despertando con su «diana floreada» a los pocos que habían logrado dormir.

El pueblo se llenaba de alegre repique de campanas llamando a la feligresía a misa mayor en honor de la santa Patrona. Ese día nadie faltaba a la ceremonia; el alcalde y concejales, con las varas de mando, ocupaban asientos preferentes a un lado del ábside, y enfrente se asentaban los mayordomos de Santa Ana, cuya imagen sobre las andas está casi oculta por innumerables ra- mos de albahaca. Don Nico, para mí el mejor cura que ha tenido este pueblo, había bajado de Mijares, como siempre, caballero en su yegua alazana, y revestido ya de casulla nueva nos largaba uno de aquellos breves sermones que todos recordamos, que ya se sabe que lo bueno cuanto más breve, mejor. Ya tío Antero, el sacristán, ha dejado de aporrear el órgano y después de su último «Amieeen» prolongado y estentóreo, baja corriendo el baptisterio para abrir las dos puertas de la iglesia. El pueblo sale del recinto sagrado y apelotonado espera a que las autoridades y mayordomos, que ya han cargado con las andas, comiencen la procesión. Don Nicomedes da la orden y entre repiques de campanas, zambombazos secos de cohetes y vivas a la Santa comenzaba el recorrido. Don Nico va sudando bajo la pesada casulla; los «civiles», con el arma al hombro, escoltan la imagen; el señor alcalde, con el cuello de la camisa abrochado, suda impertérrito. Desde los balcones, los muy ancianos y el resto de acompañantes arrojan monedas sobre las andas; el tintineo de la calderilla reverdece y una sonrisa picarona se dibuja en la cara de tío Antero, que ahora canta a pleno pulmón y con mayor brío latinajos ininteligibles. El cielo se llena de pequeñas nubecitas de cohetes. Corren los chiquillos a recoger la «vareta» del petardo, que orgullosos luego lucirán en el baile. Tocan los gaiteros canciones religiosas, apagados sus sones por el tañer de las campanas y el estampido de los cohetes. La procesión regresa a la iglesia, se deposita las andas y D. Nico, con aquella bondad y comprensión que le caracterizaba, da la orden: «¡Pueblo de Gavilanes, a divertirse!», y todos en tropel, arracimados, corren a la plaza para ver el encierro de las vaquillas.

En la plaza ha sido cerrada cada salida con talanqueras y barreras, dejando libre solamente la de la calle Tinajero, por donde ya llegan en confuso tropel las vacas que tío Martín «Garabato» azuza con broncas voces. Los mo- zos, armados de aguijadas de fresno, llegan a la carrera delante de ellas, desparramándose por la plaza en abanico. Tío «Garabato» grita; las vacas, despavoridas, mugen, y en los tablados mujeres y mozas lanzan un agudísimo ¡Ay, ayayayayyyy!, interminable y estentóreo. (En Marruecos, durante mis prácticas de alférez en la Legión, yo oí exactamente ese mismo grito en labios de mujeres indígenas de una cabila de Yebel Musa.) Tío Martín, en medio de tal marabunta y ayudado por su hijo Enrique «el Merluza», que a esas horas ya está haciendo honor a su apodo, y rebozado de boñigas de la cara a los pies, tratan de poner cierto orden en tal algarabía y encerrar las vacas en los corrales. Las reses se arraciman en medio de la plaza haciendo el «molinete», y por fin la más mansa, seguida del resto, entra en el corralón.

Por la tarde, la gente ha ocupado los «tablaos» y balcones; otros a horcajadas, como las golondrinas sobre los alambres de la luz eléctrica, se sientan en tablones y barreras empuñando las recias aguijadas. La mocería, con improvisados capotes de mantas y viejas camisas, espera a pie en la plaza la salida de la primera vaquilla. Sale el bicho asustado y ciego de terror, arrollando a su paso y dando por tierra a aquellos valientes que se le han puesto por delante. El griterío en las gradas es infernal; las carcajadas, mayúsculas, y el rebullir, general. Desde un tablao alguna moza ha comenzado a cantar «Ya está el torillo en la plaza…», y en pocos segundos la plaza es un coro infernal de voces destempladas: «¡…y otro toro y olé, y otro toro que sea bravo!». La vaca huye aterrada, los mozos la siguen, gritos, carreras, revolcones, sustos… Se saca otra vaquilla, se repiten los mismos lances y el espectáculo continúa.

A cierta hora se devuelve al corral la última vaquilla y se procede a torear el «toro de mozos y casados». En breves momentos la plaza ha quedado despejada, sólo «el Cuco» y «el Pulgas» esperan a pie firme la salida del morlaco, y ¡qué morlaco!, un cuatreño que para sí quisieran algunos toreros de fama. Pases toreros, algún revolcón sin mayores consecuencias. Los mozos, renacida la confianza, se lanzan de nuevo al ruedo. Alguno, empitonado por los recién estrenados pantalones de negra pana, deja ver la ropa interior… En los tablados sólo se escucha una carcajada general… Así, entre sustos, gritos, cánticos y carreras, se torea hasta que anochece, encerrando al torillo de nuevo en el corral hasta el día siguiente.

Después de breve pausa, aprovechada para tomar la merendilla de buen jamón y mejor chorizo regado con vinillo de pitarra, los mozos y mozas, impacientes y retozones, con un ramito de albahaca en la oreja, regresan a la plaza y ansiosos de baile piden que la gaitilla suene. El baile ha comenzado. Se prolongará hasta bien entrada la noche. Y para aquellos que cansados de repionar jotas rabiosas en la plaza, se podían trasladar a bailar «el agarrao» en la verbena de tío Juanito, donde un instrumento musical ¡moderno¡, llamado organillo, tocaba pasodobles y ¡hasta tangos…!

Esta fiesta profana continuaba con más o menos cambios por otros dos días de bailes, toros, capeas y demás. Al cuarto día sólo quedaba el cuerpo cansado y el alma un poco triste por el fin de tanta juerga. Al día siguiente empezaban de nueva las faenas, los trabajos, la lucha diaria para llevar un trozo de pan a casa. La Función había terminado.

Canciones toreras.

Ya vienen los toros, madre,
los toritos de Calera,
dicen que vienen, que vienen
y los toros nunca llegan.
El día de los toros
por la mañana,
la primera suertecilla
fue para mi dama.
Mozo, si vas a la plaza
no lleves capa para torear,
que los toros son muy bravos
y algún torero le van a matar.
Hay un torito muy bravo
encerrado en el corral
para sacarle a la plaza
donde lo van a matar.
Ya está el torito en la plaza
y el torero en la barrera,
y la dama en el balcón
pidiendo que el toro muera.
El torito de Mijares
dicen que no ha salido bravo,
en cambio el de Gavilanes
ha salido como un rayo.
Que salga el toro,
que salga el toro,
aunque salga la vaca,
yo no me asomo.
Los toritos de Valdejimena
quieren burlarse de los toreros,
no hay amor en el mundo
como el del banderillero.
Otro toro y ¡olé! Otro toro y ¡olé!
Otro toro que sea bravo.
Otro toro y ¡olé! Otro toro y ¡olé!,
cantan los aficionados.
Rodilla en tierras,
cartucho al suelo,
viva la fama de los toreros.
A tin tin que me ha dicho Manolo,
a tin tin que no vaya a los toros,
a tin tin a los toros me he ido,
a tin tin Manolo lo ha sabido.
El toro tenía ocho años,
la serrana le criaba
con la leche de sus pechos,
el alimento le daba,
el alimento le daba,
el alimento, le dio.
Si soy torero, me da la gana,
por eso traigo la sal de España.
La sal del mundo, si soy torero
con mucho rumbo y salero y ¡olé!
El toro tenía ocho años,
la serrana le crió,
la serrana le crió,
la serrana la criaba
con la leche de sus pechos
el alimento le daba.
Ya está el toro en la plaza,
que salga el torero,
salga el de los calzones
de terciopelo.
Estribillo

Otro toro y ¡olé! Otro toro y ¡olé!
Otro toro que sea bravo.
Otro toro y ¡olé! Otro toro y ¡olé!,
cantan los aficionados.
Ya está el torillo en la plaza
y los mozos sobre la arena,
con banderillas de fuego,
pidiendo que el toro muera.

Todos los Santos.

Existía una vieja costumbre, hoy sólo en el recuerdo, y era que en la noche de este día de difuntos, las campanas de la iglesia doblaban a muerto durante toda la noche hasta la misa del día siguiente.

A los mozos que tocaban las campanas, los familiares de los difuntos les proveían de vino y comida para alimentarse durante la vigilia.

Las ánimas a tu puerta
pidiendo limosna están,
no las digas que se vayan
si lo puedes remediar.

Navidad.

Fiesta retozona y alegre era esta de Navidad. Zagalas y zagales se echaban a la calle en animadas comparsas y acompañados de almireces, sartenes, calderillos, laúdes, guitarras y las inevitables y monumentales zambombas, se iban de puerta en puerta cantando y tocando. Se pedía el aguinaldo, que generalmente consistía en castañas, higos pasos y nueces con los que hacer el «turrón de pobres»; y si había suerte, o la casa era de algún pariente, caía un choricillo o alguna morcilla para asar en la hoguera.

A las doce daba comienzo la misa del gallo, y era costumbre que la concurrencia acompañara al celebrante con sus instrumentos musicales y especialmente con uno fabricado en madera llamado «carraca».

Al final de la misa, el sacerdote clamaba, cara al público, un ¡Viva el Niño Dios!, que era contestado por todos con otro ¡Viva!

Todos estos jolgorios musicales se prolongaban hasta el día de Año Nuevo, en que se daban por concluidas las fiestas.

Cánticos de Aguinaldo.

¿Quién era aquella señora,
que por la sierra venía?
Es la señora María,
que por muchos años viva.
A esta puerta hemos llegado
veinticinco caballeros,
saca veinticinco sillas,
si quieres que nos sentemos.
Una lucecita
veo relucir.
Jamón o chorizo
nos van a partir.
Esta noche es Nochebuena
y mañana Navidad,
está la Virgen de parto
y a las doce parirá.
A tu puerta hemos llegado
cuatrocientos en cuadrilla,
si quieres que te cantemos
saca cuatrocientas sillas.
El aguinaldillo,
si nos le han de dar,
que la noche es corta
y hay mucho que andar.
Ha de parir un chiquillo
rubio, gordo y colorao,
ha de ser al pastorcillo
que cuide de mi ganao.
El aguinaldillo,
madre generosa,
higos y castañas
o cualquier cosa.
Esta casa es casa grande
y aquí vive un labrador,
tiene la mujer bonita
y los hijos como el sol.
Volver arriba